Extraña experiencia en Roma. A veces una inmersión intensiva puede generar una profunda sensación de integración. Mi primera experiencia aquí, nada más bajar del avión en Fiumicino, fue totalmente negativa: un aeropuerto viejo y gris; unos taxistas abordándote a la salida para que contrates un servicio de limusina; la parada de taxis apenas indicada, los taxistas jóvenes rapados con aros en las orejas y pinta de seguidores de Karadcik, conduciendo como locos a 160 por la autovía que une Fiumicino y Roma. Conducen por las isletas, no respetan ninguna norma pero, eso si, carácter latino obliga, intentan hacerse los simpáticos, narrando los monumentos que bordean el viaje y preguntan por Capello al saber que vengo de Madrid antes de clavarte 75€ por una carrera que los carteles del aeropuerto señalaban entorno a los 60.
Tras esta inmersión latina que casi me provoca el vómito, entro al rancio hotel Grand Plaza. Debió ser fantástico en plena belle époque. Un gran león de mármol inicia el pasamanos de la hermosa escalera. Pero en la habitación huele a polvo acumulado en sus moquetas y cortinones y a cañerías el viejo cuarto de baño, con radiadores tan historiados como la misma Roma.
Salgo a la ciudad y todo cambia.
Es espectacular, no por sus grandes monumentos sino por sus callejuelas, rincones, tiendas de antiguedades, de comida, sus tipos, sus guardias y carabineros... Sorprende el que sea tal y como su mejor estereotipo nos la ha transmitido.
Me doy un largo paseo y me recuerda en sus calles, empedrados, gentes, la vieja Lisboa que hoy sucumbe al imperio de Fnac, El Corte Inglés y Zara. Aquí también, por supuesto (Zara en la puerta mismo del hotel) pero muchas de sus pequeñas tiendas alcanzan un lujo exquisito encerradas en una esquina oscura de una via señalizada con estetica "imperial" (y aquí, imperio es César, no Bush)
Paseo y paseo con una sonrisa permanente ante la agradable sorpresa que asoma en cda cornisa, en cada esquina.
Asi como lo mas esperado muere ante la avalancha de turistas y masas (el Panteón, la plaza de España) una vidilla subterránea surge en cada pequeña tienda con artesanos trabajando, restauradores en su taller, pintores, trattorias... Tras los ventanales se adivinan cocinas de antaño, locales, de vida.
Los italianos, como me esperaba, repiten ( ¿o son el origen?) lo peor de los españoles (ruido, caos, desorden, anarquía, imperio del coche y la vespa...), con el problema además de que se les suman miles de españoles (porque se les oye en todas partes).
Pero, sin duda, Roma es una ciudad a la que he de volver con más tiempo. No para descubrir más cosas, (que también) sino para volver a disfrutar de esas pequeñas calles, tiendas, ventanas, rótulos, rincones... que rodean humildemente la impresionante herencia monumental.
06 marzo 2007
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1 comentario:
Roma enamora
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