01 septiembre 2006

En verano, Madrid

Una vez más llega a su fin la bendición del Madrid estival. En esta época, en especial en torno al 15 de agosto, Madrid casi se vacía y, quienes nos quedamos, logramos así disfrutar de una ciudad tranquila. No se puede decir que tenga la ciudad solo para mi, pero casi tengo esa sensación. Y es que lo peor de Madrid no es la ciudad, sino sus habitantes. Y no tanto por cómo son, sino por cuántos son. Somos, sin duda, demasiados.

Es difícil entender ese afán por huir de la ciudad que en esta época invade a la mayoría de los conciudadanos (si es que alguno de ellos alcanza tal categoría, más digna de lo que la mayoría de comportamientos de los madrileños les hace merecer).

Llega agosto y huyen, después de meses de agobio, masificación, atascos y colas para cualquier cosa. Y huyen a lugares que, en la mayoría de los casos, no son más que réplicas (con mar eso sí) del agobio de la ciudad: toda las costa de Levante y parte de la costa Sur (y en breve todo el litoral ibérico) entran en esta categoría que me he prometido no volver a pisar nunca más (¡Hasta nunca, Valencia! ¡Adiós Murcia!).

Para lograr esas vacaciones, los madrileños pasan unas cuantas semanas de stress, buscando catálogos, agencias, comparando precios: agobiados con la búsqueda de unas vacaciones “para relajarse”. ¡Si es que lo que les stressa es salir de vacaciones! Y no es cierto que sea para desconectar: me han contado que este verano se han visto campings donde los campistas se habían llevado ¡la tele de plasma!!.



Y luego, sustituyen el madrugón para ir a trabajar por el madrugón para pillar un cacho de arena donde plantar la toalla de marilyn o del forzudo en slips, en una playa saturada de latas, colillas, toallas, neveras, niños gritones, adultos más gritones, vendedores de sortijas, vendedores de gafas, vendedores de loterías…

Sustituyen el atasco de tráfico por el atasco para llegar a la playa, al chiringuito, al apartamento. Sustituyen el bar de curritos donde comen todos los días por el chiringuito antihigiénico a pie de playa con Camela retumbando (¿por eso los vasos son de plástico, para que no estallen los de vidrio?) y sustituyen a los compañeros de trabajo por el vecino de tumbona, del que le llegarán fácilmente el aroma mezclado de grasa, sudor, pelo sucio y bronceador.

Bien. Allá ellos. En general, no hay como ir al contrario que el ritmo marcado para la mayoría. Por eso, me he prometido seguir disfrutando de los veranos en un Madrid con poca gente en el que puedes disfrutar la sensación de pensar que la mayoría de los servicios que presta la ciudad están dedicados a tí en exclusiva.



Algunos dirán que muchos locales, restaurantes, atracciones cierran en agosto. No hay más que buscar un poco para darse cuenta de que los que quedan abiertos son suficientes y, sino, siempre nos queda algún oriental (los asiáticos importan sus costumbre: no tienen vacaciones).

Para un buen aperitivo tenemos desde el Palace al Hotel de las Letras; desde el Avenida de América hasta el Urban, cualquiera de ellos permite disfrutar de unos agradables momentos. Y es cierto que el precio no es bajo, pero más vale un aperitivo en cualquiera de ellos que caña tras caña en otros barecillos cutres.

Me estoy dando cuenta de que, cada vez más, los sitios que me gustan de esta ciudad son los hoteles. Quizás sea un síntoma más de quienes no nos sentimos demasiado implicados en ningún lugar en concreto, porque los hoteles no dejan de ser unos “no lugares” donde no tienes porque sentirte parte de la ciudad, no tienes que sentirte “residente”. Puedes creer por unos momentos que estás “de paso”, aunque sea la ciudad en la que vives, salvo breves interrupciones como es mi caso, desde hace ya más de 20 años.

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