Un viejo amigo acostumbraba a visitar siempre las plazas de abastos de las ciudades por las que pasaba. Decía que era la mejor y más rápida forma de conocer a las gentes de un lugar.
Yo tengo otra costumbre diferente, probablemente producto de una cierta misantropía: prefiero ver los cementerios. Especialmente algunos pequeños cementerios de pueblecitos pequeños, ya casi abandonados. Lugares donde todavía los muertos son más que los vivos (dicen que en la actualidad, por primera vez en la historia, la humanidad viva es más numerosa que el conjunto de muertos que llevamos a nuestras espalda).
Algunos de esos cementerios, donde casi da envidia no quedarse permanentemente, son los siguientes:
En Nerín, una pequeña aldea del municipio de Fanlo, en los Pirineos, se encuentra esta pequeña maravilla que se adina ya tras una rústica puerta.
En Vila do Conde (Portugal), me encontré este abigarrado cementerio, unido al paso del tiempo también por la vecindad de un impresionante acueducto del siglo XVIII.
Y estos días en Picos de Europa he visto dos maravillosos ejemplos más. En Santa María de Lebeña, un recién florido y colorido cementerio.
Y, apenas a unos pocos kilómetros, el cementerio de Mogrovejo, asomado a las espectaculares vistas de los Picos de Europa
Por último, el que ya he citado en otro lugar de Santa Cecilia de Vallespinoso de Aguilar, donde destaca una solitaria cruz. Mientras el resto de tumbas se encuentran apiñadas a la entrada del pequeño cementerio, al final de éste, solitaria pero disfrutando ella sola del tibio sol del invierno, se encuentra una pequeña cruz:
23 marzo 2008
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