25 febrero 2007

Entierros y aplausos (y Rajoy)

La costumbre de aplaudir en los entierros debe de tener su origen en las costumbres establecidas por esta sociedad de ocio y entretenimiento televisvo donde cualquier regidor exige el aplauso obediente del público asistente a cualquier programa estúpido, sea o no merecido, o aunque sea totalmente inconveniente tal aplauso.

Poco a poco la costumbre se extendió a todos los ámbitos hasta el punto de convertirse en tradición en los entierros. Creo, sin tener pruebas para ello, que empezó en los entierros de famosos (donde podría tener cierta justificación como continuación de los aplausos que, vivo, mereciera el muerto). Pero pronto se extendió a cualquier otro.

Y así llegamos a esta lamentable foto.


En ella, el tal Rajoy, un individuo que de no ser porque quiere llegar a ser presidente de este país resultaría patético, mantiene esa estúpida actitud y, como si se encontrase de clac de un teatro de variedades o como si estuviera asistiendo al reality show que escenificase su propia expulsión, se pone a aplaudir ante el paso del féretro de la soldado muerta. Creo que incluso su anterior (¿y actual?) patrón, el indigno Aznar, con su actitud de seriedad autoinfligida para aparentar la gravedad que su cerebro no alcanza, hubiera mantenido una actitud más circunspecta. Pero Rajoy es diferente. Esconde en sus silencios la nulidad de un pensamiento dirigido. Por eso, ante una situación como ésta se deja llevar por su carácter de público bienmandado y, ante el inexistente regidor, inicia el aplauso sabiendo que las cámaras están ahí.

Toda la dignidad que el momento y la fallecida merecen se pierde ante la indignidad de este pobre hombre que, pensando que no es suficiente para hacerle visible el respetuoso y triste silencio que guardan casi todos los demás asistentes (sólo otro aplaude: ¿su ayudante?) cree mejor ponerse en evidencia y atraer con su ruidosa manifestación las cámaras hacía él. Parece decir: “fijaos en mí: yo aplaudo; no solo estoy aquí sino que quiero que sepáis que estoy aquí; porque lo que importa soy yo, no la muerta”.

En su interior no parece haber tristeza. O, quizás, simplemente carezca de la sensibilidad y educación necesaria.

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